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Construyendo un adulto: fotograma 9 "Lo que sucedió" (parte 2 de 2)

          Trenzas de boxeadora.            Lara decidió que aquel iba a ser el peinado de moda de esa temporada estival. La idea surgió al recordar un verano que pasó con sus padres en un pueblo de la costa andaluza. En aquella época su padre todavía vivía con ella y de vez en cuando, se podían permitir una semana de vacaciones junto a la playa. Por las noches, tarde, después de cenar cuando el calor atizaba con menos fuerza, las familias salían a pasear por el paseo marítimo. Se ponía muy animado, con tenderetes de ropa hippie, sandalias, complementos y un sinfín de objetos que una vez en casa, sacados de su contexto playero, no se usaban para nada.              Sin embargo, hubo algo que Lara se llevó con ella y que duró casi un mes en su cabeza. Se trataba de un peinado a base de trencitas pegadas al cuero cabelludo que le había hecho Adaku, una de las mujeres nigerianas que ofrecían peinados para pelo afro.           Al llegar a su ciudad, lejos de la costa y del olor a playa, much

La mudanza

 


Cada mañana preparaba café y me sentaba en el balcón a observar como despertaba mi barrio. El olor a jazmín y a ropa limpia tendida anunciaba el comienzo del verano. Yo disfrutaba del sonido de las hojas de los árboles, las voces de los niños de camino al colegio y el ocasional repiqueteo de platos y tazas en algún piso.


En las últimas semanas, mi inminente mudanza había hecho el ritual un poco más gris. Deseaba vivir con Théo, pero el nuevo barrio me parecía frio y ruidoso. Decidirnos por aquel piso fue difícil para los dos y ambos hicimos concesiones: no tenía terraza ni vistas pero estaba cerca de nuestros trabajos.

Théo se había ofrecido a ayudarme a empaquetar el día antes de la mudanza. Esa mañana, terminé mi café más deprisa, me duché, me vestí y comencé a desmontar la cama. En aquel momento sonó el interfono.

— ¡Soy yo!

— ¡Te abro, sube! — Dejé la puerta entornada y me dirigí a la cocina a preparar té. Al poco, oí un leve portazo.

— ¿Théo, eres tú?

— Sí, he traído las herramientas que me dijiste. Pero, Marina… ¿todavía tienes esto así? Sólo hay una caja lista y los de la mudanza vienen mañana. ¿Los muebles los vamos a desarmar también? Nos queda mucho que hacer…

— Perdona sí, para que engañarnos, no he gestionado bien el tiempo — dije mientras salía a saludar a mi pareja en el salón. Le di un beso y le ofrecí una taza de té. Luego me senté en el sofá y animé a Théo a sentarse junto a mí. — ¿Crees que podremos tener un suelo de madera como este en el piso nuevo? El mes pasado le di un tratamiento para que brillara. Fíjate cómo reluce y además huele bien.

— Es verdad. Bueno... ya sabes que el nuevo piso tiene baldosas. Vamos… lo vimos juntos. Pero eso es lo bueno que tiene alquilar ¿no? Siempre podemos mudarnos si no nos gusta.

— Si, si, es cierto. Oye, llevas razón ¿qué te parece si, ahora que tenemos las herramientas, tú sigues desmontando la cama y yo me pongo a empaquetar los libros y los cacharros del salón?

— Me parece perfecto, cuanto antes empecemos mejor. Venga, vamos al tema.

Théo fue al dormitorio y yo me acerqué a la estantería dispuesta a comenzar la tediosa tarea. Alcancé un libro con el lomo negro. El autor era un fotógrafo suizo del que ahora no recuerdo el nombre. Se trataba de una recopilación de fotos documentales que mostraban a famosos y a gente anónima en sus quehaceres diarios. Una de las imágenes era el retrato de una actriz y directora de cine francesa a la que yo admiraba. Ella fue la razón por la que estudié cine y por la que me había venido a vivir a Paris hacía veinte años. El apartamento que estaba a punto de dejar era un símbolo de mi independencia y de una vida llena de posibilidades. Volví a dejar el libro en la estantería.

— ¡Marina! Se supone que tienes que poner los libros en las cajas no en las estanterías — La inesperada voz de Théo me hizo dar un repullo y reír.

— Llevas razón. Mira ¿Te acuerdas cuando pintamos esa pared de rojo? Quería tener una pared de acento. ¡Vaya idea! ¡Aquí la única con acento soy yo! — Nos reímos.

— ¡Claro que me acuerdo! Fue poco después de conocernos ¿no? A la vuelta de una noche de marcha y cervezas. Tú te acordaste de que el inquilino anterior había dejado media lata de pintura, brochas, rodillos y no sé qué más debajo del fregadero.

— ¡Sí! Vaya churretes y mira, cuando pasas la mano se notan las burbujitas secas de la pintura. Que bien lo pasábamos…Voy a tener que pintar la pared de blanco. Vaya faena…

— ¿Te queda algún bote?

— Sí, sí. Creo que un par de capas será suficiente. Le voy a dar una mano ahora y luego otra por la noche. Se secará rápido con las puertas del balcón abiertas.

— Estupendo, yo voy a seguir desmontando los muebles del dormitorio. Te quiero.

— Te quiero — Le lancé un beso a través de la habitación mientras me dirigía al baño.

Mi urgencia por orinar había aumentado en las últimas semanas. Tiré de la cadena, me lavé las manos y observé mi nueva figura en el espejo de la pared. Cuando me mudé a este apartamento, elegí toda la decoración. Llené el cuarto de baño de plantas, pequeñas esculturas y figuritas que traía de mis viajes. Se había convertido en un santuario. Por las tardes, la luz que entraba por la ventana acentuaba su aspecto sagrado. Me sentía como Buda en su templo pero más gorda y con un balón por barriga.

— Marina ¿Marina?

— Si, estaba en el baño.

— He terminado con los muebles del dormitorio. Me voy a poner a empaquetar libros contigo.

— Vale, termino con la pared y me uno a ti. El truco para empaquetar libros es combinarlos con otras cosas más ligeras porque si llenas las cajas solo con libros…

— No hay quien las mueva.

Terminé de pintar la pared y fui a la cocina a preparar el almuerzo. Me quedaba algo de pan, queso y tomates de mi cosecha. Los plantaba en la terraza en tres maceteros grandes. Eran mis niños. Les daba de beber casi todos los días, los medicaba cuando veía que les faltaba hierro o calcio y les quitaba los brotes molestos que sabía les iban a hacer daño. El sol y el calor eran buenos para ellos y para mí. “Yo no he elegido mudarme” les decía.

— He preparado bocadillos. Vamos a sentarnos junto en la terraza.

— ¿Cómo lo llevas? Puedes descansar si…

— No, estoy bien. No necesito descansar…es solo que…el piso nuevo es más grande y es cierto que por ese precio no hay nada por allí… la verdad es que no me puedo quejar…

— Vale, lo pillo. No te gusta el piso nuevo.

— Es el área con el carril ese, es muy ruidoso y…

— Marina tenemos que mudarnos, nuestras vidas van a ponerse del revés. En casi seis semanas vamos a ser tú, yo y el bebé. Este apartamento es muy pequeño y…bueno…ya sabes…quiero decir… sé que te ha costado aceptar el embarazo y no se…

— Théo, gracias por estar ahí — dije mirándole a los ojos — No tengo a nadie a quien culpar. Ni siquiera a mí. ¿Qué te voy a decir? Yo no creo en nada pero…no me veía yendo a una clínica y…

— Estoy preocupado ¿sabes?

— ¿Y eso? Dinero no será y nosotros…

— Pues eso, nosotros. Vamos a dejar el tema. Cuando las cosas vengan, si vienen, nos ocuparemos.

— La de sueños que tenía yo a los veinte ¡incluso a los treinta! Con cuarenta ya…

— ¿Qué pasa, que has dejado de soñar? ¿O qué?

— No, no que…bueno, las cosas cambian y nos adaptamos y bueno…esa es la belleza de la vida ¿no? — Mentí.

Terminamos de comer en silencio. El olor de la tomatera era intenso y hacía que mi bocadillo supiera a campo y a sol. Después de empaquetar y de dar la segunda mano de pintura a la pared, bajamos a cenar al bar de Mario. El dueño era de padres españoles y de pequeño veraneaba con su familia en Cullera, mi pueblo. Nos divertía pensar que de niños podíamos haber vivido en el mismo edificio y que nunca nos habíamos llegado a conocer.

Cuando acabamos la cena nos fuimos a dormir. A pesar de tenerme prohibido darle vueltas a la cabeza por la noche, no podía dejar de imaginar un futuro terrible. Decidí pasear por el apartamento para distraerme. Memoricé cada esquina, cada imperfección en las paredes y cada duela del piso de madera. Tomé un video de todo con el móvil, pero cuando lo vi me decepcionó y lo borré. Luego volví a la cama y me quedé dormida.

El camión de la mudanza fue puntual y los dos empleados cargaron el vehículo en menos de dos horas. Théo se quedó con el conductor y su compañero discutiendo direcciones y rutas mientras yo subía a dar un último repaso al piso para asegurarme de que no olvidaba nada. El eco de mis pasos llenaba aquel apartamento vacío que respiraba. Antes de irme, me detuve frente a la puerta de entrada para escuchar su resuello con claridad. Sentí que quería decirme algo. Tras unos segundos, salí y cerré la puerta con llave. En aquel momento oí su alarido y, sin pensarlo, abracé la puerta con todo mi cuerpo. Después me recompuse, bajé las escaleras, abrí el portal por última vez y sonreí a Théo.

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