Una de las mayores alegrías para Lara era la llegada del calor, no porque disfrutara de las altas temperaturas sino porque, para paliarlas, el ayuntamiento abría las piscinas municipales. La temporada comenzaba a mediados de mayo y terminaba en septiembre.
Si Lara pudiera, iría todos los días, pero la entrada costaba tres euros para las niñas de su edad, catorce años, y su madre no podía permitirse pagarle cuatro meses de piscina. Los años anteriores, Lara se las había apañado para que su madre le financiara tres días en semana. Sin embargo, con la reciente subida de las facturas de la luz y el agua, y una lavadora que se acababa de estropear hacían difícil llegar a final de mes.
—¡Cómo éramos pocos, parió la abuela, la lavadora solo tenía tres años! ¡Tres años! —gritaba su madre furiosa blandiendo tres dedos al aire.
La madre de Lara no se limitaba a relatar un hecho, sino que lo revivía con la misma pasión o más que cuando sucedió.
Lo que en realidad inquietaba a Lara eran las consecuencias que el gasto de la reparación o, en el peor de los casos, la compra de una nueva lavadora iba a tener para ella. Sabía que su madre siempre andaba justa de dinero, y sospechaba que aquello la iba a dejar todavía más justa; lo cual no tardó mucho en comprobar:
—Ya lo sé, hija, sé que quieres ir a la piscina, pero tú ya eres mayor para entender los problemas de dinero que tenemos en casa, yo a tu edad ayudaba en el campo… —intentó razonar con su hija, a la que apenas podía mirar a la cara. Se sentía culpable por no ser capaz de darle lo que le pedía.
Ambas se hallaban sentadas a la mesa de la cocina, la habitación más fresca del piso.
—Mamá, eran otros tiempos, ahora no me dejan trabajar hasta los dieciséis —respondió Lara con fingida calma, con una mezcla de rabia y decepción corroyéndola por dentro, estrujando su mano en un puño bajo la mesa hasta que le dolieron los dedos.
—Pues hija, dinero no tengo, de profesora de baile no gano mucho, pero si… —levantó la mirada como si acabara de tener una visión —. Si tú dejaras, de una vez por todas, que te enseñara a bailar, podríamos sacar más dinero con nuestras actuaciones: madre e hija —miró a Lara con ojos chispeantes.
—Mamá, yo no bailo —fue escueta y directa para que su madre no se hiciera falsas ilusiones.
Lara no sabía por cuanto tiempo iba a mantener la rabia que le bombeaba en la boca del estómago. Su corazón palpitaba deprisa e impaciente.
—¡Pues no hay piscina! —Explotó su madre dando un manotazo sobre la mesa.
Sin lograr contener su frustración, se marchó murmurándole improperios a su hija. Lara era consciente de que era un tema muy delicado. Aquella había sido la única conversación para animar a la chiquilla a bailar y a convertirla en una profesional.
Lara soportó lecciones de danza de los cuatro a los siete años, pero al cumplir los ocho, y a pesar de su excepcional habilidad, se negó a continuar. Su madre lo achacó al abandono de su padre, pero al ver que la actitud rebelde de su hija duraba más de un año, comenzó a persuadirla para que retomara la actividad. Las conversaciones continuaron durante los años siguientes. Era cierto que en los últimos cuatro se habían espaciado, limitándose a una cada tres meses, pero aquello no le importaba a Lara porque, a pesar de sus rotundas negativas, allí seguían sobre la mesa como constante tema recurrente.
Lo que Lara concluyó tras la conversación con su madre es que estaba claro que aquel año no le iba a subvencionar las visitas a la piscina. Y aquello era un problema, sobre todo porque no iba a poder ver a Khalil: el segundo evento que Lara anhelaba cada año.
Khalil era el primo de Sonia, “la conejo”, venía desde París con sus padres a visitar a la familia materna. Su español era perfecto, con una entonación un poco distinta en algunas sílabas, pero, si no sabías que era francés, resultaba difícil distinguir si se trataba de un acento o de su manera particular de hablar.
'خليل , kha-LEEL, Khalil
Le gustaba todo lo que el primo de Sonia, “la conejo”, hacía o decía. Para empezar, estaba enamorada de su nombre: “buen amigo” y de sus genes, que se habían aliado para darle una piel morena y suave, y unos ojos negros tan brillantes que a Lara le hacían temblar las rodillas al mirarlos.
Aunque Khalil compartía algunos genes con su prima Sonia, el ADN familiar había decidido regalar a Sonia dos espectaculares dientes frontales, y como consecuencia un apodo: “la conejo”, que la perseguiría toda la vida, incluso tras la ortodoncia.
Sin duda Khalil tenía carisma, los chavales lo trataban como a un héroe. Quizá fuera su seguridad, o su swag, o su actitud nonchalant, o su habilidad para atraer chicas. Fuera lo que fuera, aquella pandilla de siete iba siempre junta. A veces eran menos, pero hacían tanto ruido que parecían veinte. La única chica del grupo era Sonia, a la que le “permitían” unirse por ser la prima de Khalil. Y esa, y solo por esa razón Lara decidió hacerse amiga de Sonia.
“Ve a por lo que quieres, porque nadie lo va a hacer por ti”, era la ley por la que se regía Lara. Era el momento de idear un plan para acceder a la piscina. Aquel era el único lugar en el que podía hablar con Khalil, porque por las noches, cuando empezaba a refrescar, Sonia salía con sus amigas -por las que Lara no tenía ningún interés - y su primo se reunía con los chicos. Al principio, Sonia la invitaba a unirse a ellas, pero como Lara siempre ponía excusas, dejó de insistir.
Lara consideró colarse sin pagar, pero el riesgo a ser pillada y humillada frente a su chico preferido era demasiado alto. Era más seguro conseguir el dinero para pagar la entrada: ofrecería un servicio, pero antes debía crear una necesidad.
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