Llevaba rato vigilando a cierta distancia la tienda de Carmen y Ramón, con cuidado de que nadie me sorprendiera. No era la primera vez que me sentaba en aquel banco del parque a espiarlos. La pareja no me conocía, pero yo me sabía de memoria sus rutinas y el horario diario de la tienda. Cuando vi aparcar a la furgoneta del repartidor delante del comercio me figuré que serían alrededor de las doce.
Me levanté, me ajusté la capucha de la sudadera y caminé con la mirada baja hacia el establecimiento. Ramón ayudaba al conductor a descargar cajas de bebidas mientras Carmen atendía a unas clientas del barrio. Nadie se percató de mi presencia. Entré hasta el fondo del local y me metí en la trastienda. Era una habitación que usaban como almacén en la que también había un ordenador sobre un pequeño escritorio lleno de papeles.
Mis manos temblaban mientras revolvía las cuartillas y facturas arrugadas encima de la mesa. Tenía palpitaciones y sentía las puntas de los dedos fríos contra los papeles. Intenté forzar una cajonera cerrada con llave pero desistí cuando oí los pasos de dos personas acercarse. Miré a mi alrededor con urgencia y corrí a esconderme detrás de una estantería llena de latas y tarros enormes de aceitunas. Me puse las manos sobre la boca y la nariz para evitar que oyeran mi respiración acelerada. Ramón y el conductor de la furgoneta de reparto entraron y se sentaron junto a la mesa.
— Este mes está siendo malo, te digo que…
— Ramón, lo que tú me digas me da igual. Te entiendo, pero a ver que le digo yo a mi jefe. Porque una semana…pues vale, dos…pues bueno, pero es que ya van ocho y yo también tengo familia…
— ¿Y qué le hago? Dime Antonio. No puedo competir con los precios de los supermercados, uno ahí más arriba y el otro que están construyendo aquí al lado.
— Cuida más de tu negocio y no fíes. Siempre que vengo hay gente…
— Si no fío, no viene nadie ¿no te das cuenta? Aquí vienen, pues eso…Juana, que su marido cobra la pensión mínima, y ahora el hombre está en cama y ya no puede hacer ni chapuzas. Toda gente mayor.
— Ramón, me duele en el alma, pero igual tienes que pensar en vender la tienda o alquilar el local. Voy a hablar otra vez con mi jefe pero… te va a poner en su lista negra y veremos a ver si yo igual no me meto en un lio. Esto es un negocio no una ONG.
— Te lo agradezco Antonio.
Los hombres salieron y yo me quedé con la mirada fija en la mesa desordenada. Mi respiración volvió a la normalidad. Yo tampoco tenía dinero desde que me cesaron en la empresa. Al principio cobraba el paro, tenía algunos ahorros, una pareja e ilusión. Después solo me quedaron la ayuda y la pareja.
Salí del almacén y me dirigí sin rumbo a uno de los pasillos de la tienda. Pretendí estar decidiéndome entre varios tipos de pasta. Necesitaba ganar tiempo para aclarar mis pensamientos. Ramón se había unido a su mujer cerca de la caja y charlaba con ella y las dos clientas.
Carmen me sonrió y yo me giré hacia el otro lado ciñéndome la capucha. Tenía un nudo en la boca del estómago. Sopesé si lo que había planeado hacer en aquella tienda era un capricho o una necesidad. Yo tenía un piso, a pesar de que la ayuda del ayuntamiento se iba en el alquiler. También podía hacer uso de los comedores sociales si un día no había nada para comer. Pero añoraba aquellos días en los que podía tomarme una cerveza en una terraza sin considerar marcharme sin pagar. Mi madre me habría dicho que eso eran caprichos y que nadie se moría por no tomarse una cerveza. Yo no soy mi madre ni mi padre. Me subí la braga de cuello que escondía debajo del hoody hasta los ojos, saqué la navaja del bolsillo y me abalancé con determinación sobre los cuatro individuos.
La adrenalina mantenía mi pulso firme. Con una mano sujeté a Carmen por el cuello y con la apreté el cuchillo contra su costado. Les grité que me dieran todo el dinero que llevaban. No opusieron resistencia. Cuando vi a Ramón deslizar los dedos debajo del mostrador dónde estaba la caja registradora, los apremié con rabia y más impaciencia. Desde el principio, no entraba mis planes herir a nadie. Tomé el efectivo, lo metí en una bolsa y me precipité fuera del establecimiento.
Corrí hacia la maraña de calles del centro de la ciudad. No podía parar de reír. Asumí que era por la excitación del momento. No creí haber hecho algo por lo que sentir orgullo pero consideraba que había completado con satisfacción lo que me había propuesto y que yo estaba en control. Jamás había corrido tan rápido. Mis piernas llevaban mi cuerpo ligero al galope; un cuerpo tan ligero, que podría volar. A mi espalda, como un mal sueño, oía las sirenas de la policía.
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