Lara llegó al cementerio poco antes de la ceremonia. Apareció acompañada de su nuevo novio, Roberto, al que había conocido hacía dos meses en la Isla Cocoa. La pareja acababa de llegar de las Maldivas y tenía planeado regresar al día siguiente. Ambos lucían una piel morena y lustrosa.
A Lara no le gustaban los funerales, pero el de Jaime era diferente. Aquel difunto había sido su mentor en el laboratorio y su amigo. Le había proporcionado dinero y alojamiento cuando un infortunio le hizo perder el trabajo y el piso que alquilaba. Pero sobre todo, lo que más valoraba de Jaime es que nunca la juzgó por sus controvertidos experimentos en el campo de la ingeniería genética. Ambos compartían la misma visión acerca de la evolución humana.
Lara caminaba con calma de un lado a otro a la entrada del cementerio. Hablaba por teléfono y contestaba mensajes del laboratorio especializado que dirigía. Utilizaba un tono firme y comprensivo al hablar. Sabía por experiencia que, siendo mujer, no se podía permitir ser demasiado simpática con sus subordinados. Su voz era suave y sus palabras eficientes. Aquellas conversaciones tenían dos objetivos: la de dar instrucciones y la de ser informada del estado de los proyectos en su departamento. Adoraba su trabajo. Sabía que un día haría algo tan grande que entraría a formar parte de la historia de la humanidad.
No conocía a ninguno de los asistentes al funeral y tampoco estaba interesada en mantener charlas insustanciales con nadie. Roberto se sentó en un banco cerca del tanatorio a esperar a que su novia terminara de hablar por teléfono. El viento soplaba con insistencia. Lara tuvo que colgar el teléfono y utilizar ambas manos para evitar que la falda continuara levantándose por todos lados.
A unos metros, divisó un grupo de personas que parecían caminar hacia dónde ella se dirigía. Advirtió que el viento también estaba haciendo estragos entre ellos. El aire hizo volar la enorme pamela de la cabeza de una señora. De inmediato, todo el mundo a su alrededor se apresuró a correr detrás del sombrero para intentar recuperarlo. Pero la ventolera lo sacudía con saña y lo bandeada esquivando a los asistentes.
Lara observaba la escena. En ningún momento sintió la necesidad de ayudar a aquella mujer a recuperar lo que, en su opinión, era una prenda innecesaria. Encontraba fascinante la naturaleza humana: hombres, mujeres y niños tropezando, alargando los brazos y trotando para alcanzar un sombrero inútil. Sabía que, si les preguntaba por qué lo hacían, ellos respondería que “por ayudar”. Pero estaba segura que cada uno tenía su propio motivo y que solo la vergüenza a ser juzgados como patéticos les impedía confesarlo.
Lara se ufanaba de sus pensamientos. La hacían sentirse en control del mundo. Estaba tan abstraída en sus elucubraciones que no se dio cuenta de que el sombrero había desaparecido de la escena. Vio a una de las mujeres del grupo meterse entre los arbustos del parque que había junto al cementerio. El resto de la comitiva la seguía con la mirada. En menos de un minuto se oyeron gritos que provenían de la vegetación y al poco llegó una ambulancia.
Cuando sacaron a la mujer de entre las plantas, estaba hinchada. Sus párpados cerrados se asemejaban a dos pelotas de ping-pong. No articulaba palabra. Lara continuó observando. Después se dio media vuelta y se dirigió hasta el lugar dónde el funeral de Jaime estaba a punto de celebrarse. Por el camino reflexionó acerca de las motivaciones que llevan a algunas personas a poner su vida en riesgo para alcanzar objetivos banales. Hizo una nota mental: “corregir en laboratorio”.
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