Tania llegó al cementerio por la mañana, una hora antes de la ceremonia. Vestía un traje pantalón negro impecable que había planchado y preparado la noche anterior. Consideró que una falda no hubiera sido una buena opción para aquel día ventoso.
Entró en la cafetería del tanatorio y pidió un café con leche y un pincho de tortilla. Después, se sentó a una mesa cerca de la ventana para ver llegar a los asistentes al funeral. Los conocía a todos. Sin embargo, solo estaba interesada en hablar con su excuñada Eulalia; única hermana de Jaime, el difunto. Ahora que su exmarido no estaba en el mundo, quería hacer la paz con su exfamilia política. Sentía que así cerraría para siempre una desagradable etapa de su vida.
A lo lejos divisó a una mujer con una gigantesca pamela negra. Tania la reconoció de inmediato. Salió con premura de la cafetería y caminó hasta ella. Extendió el brazo con la intención de tocarle el hombro para llamar su atención, pero el viento sopló con fuerza y el sombrero salió volando.
La pamela rodó por el suelo y algunos familiares que acababan de llegar se apresuraron a perseguirla. El viento la arrojaba de un lado a otro y la golpeaba con violencia contra el pavimento. Un niño la pisó en su intento por alcanzarla, pero la prenda se deslizó bajo su pequeño pie. Tania también corría tras el sombrero, pero cada vez que lo tenía cerca se le escapaba.
Tras varios intentos de rescate fallidos, la prenda se metió entre unos arbustos del parque situado junto al cementerio. Aquellas plantas eran más altas que cualquiera de los asistentes y estaban circundadas por árboles de más de cincuenta años. Tania se introdujo con cuidado entre la vegetación con la intención de recuperar la pamela. Pensó que era la oportunidad perfecta para hacer las paces con Eulalia. Pequeñas ramas y hojas secas crujían bajo sus zapatos de tacón a cada paso que daba. Su nictalopía, cada vez más aguda, y la falta de luz dentro de aquellos arbustos empezaban a comprometer su visión.
De repente, vio lo que le pareció un sombrero negro enganchado en las ramas de un árbol. Tania se acercó y lo tomó entre sus manos. En aquel momento, un sonido bronco rodeó su cuerpo. Podía sentirlo junto a su cara. No veía nada. Al principio no lo reconoció, pero poco a poco el ruido dio paso a un zumbido que provenía de todas direcciones. Después sobrevinieron las punzadas: siete en la cara, diez en las piernas y al menos quince más repartidas por el resto del cuerpo. Lanzó desesperados golpes al aire para zafarse de aquel enemigo invisible hasta que cayó inconsciente al suelo.
Horas más tarde despertó en una cama de hospital. A pesar de tener el cuerpo y la cara hinchados, el pronóstico era bueno. En unos días estaría en casa. Tomó el incidente una señal para dejar su pasado descansar.
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