En las últimas semanas, Argimiro había estado ocupado ajustando las cuentas de su empresa y buscando empleados adecuados para sustituir a los que se marchaban. Aquella mañana se sobresaltó al acordarse de que el funeral de Jaime era en dos horas. Por suerte vivía cerca del cementerio. Se puso el traje de chaqueta negro para bodas y entierros, se subió a su Seat León plateado y pisó el acelerador. El viento soplaba con tanta fuerza que hacía vibrar el vehículo.
La primera persona a la que saludó al llegar al cementerio fue Eulalia, la hermana de Jaime. Durante años, la empresa de la que Argimiro era propietario había hecho los repartos del negocio familiar que ambos hermanos dirigían. Consideraba que rendir sus respetos a uno de sus mejores clientes y dar el pésame a la familia era parte de su trabajo como empresario.
Eulalia llevaba un enorme sombrero negro que la hacía destacar entre el grupo de gente que la rodeaba. Argimiro se acercó y le estrechó la mano. En aquel momento, un golpe de viento arrancó la prenda de la cabeza de la señora. El hombre extendió el brazo para evitar que saliera volando, pero la pamela se deslizó de sus manos. El empresario y el resto de los asistentes salieron corriendo tras ella.
El sombrero rodaba y daba tumbos sobre la gravilla del camino. En su ciego intento por atraparlo, Argimiro tropezó con un niño. El pequeño dio un paso al frente para intentar mantener el equilibrio y, sin darse cuenta, pisó la prenda. Cuando levantó el pie, la pamela continuó su curso errático. El hombre no estaba dispuesto a dejarse vencer por una pieza de ropa. Alargó la pierna derecha para alcanzarla y aplicó una técnica que había aprendido en un campamento militar: arquear la columna hacia atrás y doblar la rodilla izquierda para máxima extensión.
Sintió un dolor agudo en mitad de la espalda. De inmediato, se dio cuenta de que no podía erguirse. Resolvió dejarse caer a tierra. Después, rodó ciento ochenta grados y se puso en pie con cuidado. El dolor le impedía enderezarse. Sin embargo, le sobraba energía para caminar encorvado detrás del grupo que aún corría. Miró a su alrededor en busca del sombrero pero no lograba verlo. Lo siguiente que oyó fueron unos alaridos que provenían de los arbustos del parque junto al cementerio.
Una ambulancia llegó poco después. La mujer que sacaron de entre la vegetación tenía un aspecto grotesco. Los paramédicos la tumbaron en una camilla. Su cuerpo estaba hinchado y era difícil reconocer sus facciones. Argimiro la miró, chasqueó la lengua y agitó la cabeza hacia ambos lados. Le inspiraba compasión la gente aficionada que se lanzaba a la aventura sin entrenamiento previo.
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