Hace algunos años, quizá más de veinte, fui con una amiga a ver una exposición del artista Antoni Tàpies. De todas las obras exhibidas, una escultura llamó mi atención: “composició amb cistella”. Se trataba de una pieza compuesta por una vieja caja de cartón vacía en posición vertical. Las solapas de la tapa estaban entre abiertas. Como dos puertas gigantes que invitaban a mirar lo que su interior atesoraba: una cesta de mimbre. Lo interesante era que la cesta no estaba hecha de mimbre, ni la caja de cartón. El artista había creado el conjunto en bronce fundido.
Me fascinan los silencios largos, esos vacíos interminable dónde a nadie se le ocurre qué decir. Una amiga de la infancia me contó que le resultaba difícil proponer o aceptar una cita. El motivo era que tenía miedo a no saber qué decir y, como consecuencia, ambos se quedaran callados. Le recordé que ella no tenía el deber de llenar los silencios.
Un silencio es algo compartido entre los que participan de una situación. Lo extraño es que mi amiga jamás se hace responsable de nada que no le interese. Cancela compromisos sin dar explicaciones y se reserva información que podría beneficiar a otros. Sin embargo, se culpaba por enmudecer.
Al cabo de unos años, mi amiga se casó y tuvo cuatro hijos. Creo que fue poco después de tener al primero cuando empezó a apreciar en otros la habilidad de callar.
Otra vieja amiga me decía que le resultaba incómodo ver a gente llorar en el transporte público. Si alguien se sentaba frente a ella en el metro y empezaba a sollozar, mi amiga sentía la necesidad de cambiarse de sitio. Le crispaba aquella exhibición de dolor. Yo no entendía como el sufrimiento de un desconocido podía causarle rabia. Se justificaba alegando que ella luchaba cada día por deshacerse de pensamientos que la entristecieran y le molestaba que otros arruinaran su esfuerzo.
Un verano fue a visitar a su hermana que vivía en la India. Trabajaba para una organización ayudando a personas que habían sido víctimas del tráfico humano y a niños de familias sin hogar. Su hermana le contó historias terribles que aquellas personas habían vivido. A mi amiga le asombró que no mostraran su tristeza de manera abierta. Había una dureza extraña en su actitud que la repelía. Tan extraña, que hizo que algo se le rompiera muy dentro.
Yo no nací en esta ciudad. Me vine aquí a estudiar cuando tenía dieciocho años. Antes vivía en un pueblo al que nunca voy. Miento. Lo visito alrededor de una vez cada tres años. No me gusta. Sin embargo necesito volver para mantenerme anclada a la vida y al mundo.
Me hospedo en la casa que perteneció a mis padres y que ahora es de mi propiedad. La puerta de entrada es de madera maciza y a veces se atranca al abrirla. Durante las primeras horas, una nostalgia insoportable me invade y a mí me gusta regodearme en ella. El interior es fresco. Lo llena un olor familiar a cerrado que me trae recuerdos de otros tiempos. La memoria de cuando regresaba con mis padres después de haber pasado dos semanas vacaciones en la playa. “La casa apesta” decía mi madre.
Siempre llevo a cabo el mismo ritual. Aunque haya luz fuera, camino en penumbra a lo largo de la planta baja hasta llegar a la cocina. Al fondo hay un patio interior. Está lleno de plantas marchitas y una mesa de madera que la lluvia y el tiempo han empezado a descomponer.
A mi madre le gustaban los geranios y siempre tenía los maceteros de cerámica llenos de flores de colores brillantes. Los domingos cocinaba paella e invitaba a mi abuela que se había quedado viuda. A la hora de comer, los cuatro nos sentábamos a la mesa en del patio. Mi abuela nos ponía al día sobre el resto de la familia mientras mi padre guardaba silencio. Cuando mi abuelo vivía, ambos solían hablar de política, sobre todo de las malas decisiones que tomaba el gobierno.
La casa tiene dos plantas más, en la primera hay dos dormitorios y un baño. En la segunda una buhardilla llena de trastos, que siempre ha olido a añejo, y una terraza. Durante mis visitas, casi nunca subo hasta allí. Después de pasar por la cocina voy al dormitorio de mis padres, descorro las cortinas y abro los dos balcones para ventilar.
Mi cuarto lo dejo para el final. Me siento en la cama en la oscuridad y miro cada detalle como si fuera la habitación de un hotel en la que reconozco los muebles. Después, observo el objeto alto y ovalado cubierto por una sábana junto al armario. Vuelvo a recordar la razón por la que he ido hasta allí. Me levanto de la cama, me desnudo, cierro los ojos y remuevo la tela con un tirón brusco.
En cualquier parte del mundo, fuera de mi pueblo, me siento ligera. Mi vida sucede en una dimensión sin un referente espacio temporal. Tengo la sensación de que el tiempo no pasa. Me mudo de un lugar a otro, hago y deshago amistades, cambio de trabajo y envejezco sin ser capaz de ver cambio alguno en mi cuerpo.
Cuando abro los ojos, ya no hay vuelta atrás. Soy yo frente al espejo. Un espejo que ha visto mi cara y mi cuerpo desde que nací y que ha sido más honesto que yo. Su sinceridad me pesa, cada vez más.
Ayer vine al pueblo. Esta vez el motivo es una muerte. Una de mis amigas acaba de dejar este mundo tras pasar por una larga enfermedad. Cuando la informaron del pronóstico, vivía en la misma ciudad que yo. Fue su deseo pasar sus últimas semanas en el pueblo. Decía medio en broma que igual los cocidos de su madre la curaban.
Mi amiga, que ahora ama los silencios y que tiene cuatro hijos, ha venido para despedirse de nuestra conocida. También está la otra mujer que fue de visita a la India.
El cementerio se halla al final de una cuesta, a las afueras del pueblo. Cuando finaliza el sepelio, las tres bajamos por un camino de tierra hasta la plaza del pueblo frente al ayuntamiento. Es verano. Nos sentamos en una terraza a tomar una cerveza. Bebemos en silencio.
Hoy me he sorprendido pensando en la escultura de Tàpies quizá porque he tenido la sensación de que cada vez me parezco más a ella.
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