Ir al contenido principal

Destacados

Construyendo un adulto: fotograma 9 "Lo que sucedió" (parte 2 de 2)

          Trenzas de boxeadora.            Lara decidió que aquel iba a ser el peinado de moda de esa temporada estival. La idea surgió al recordar un verano que pasó con sus padres en un pueblo de la costa andaluza. En aquella época su padre todavía vivía con ella y de vez en cuando, se podían permitir una semana de vacaciones junto a la playa. Por las noches, tarde, después de cenar cuando el calor atizaba con menos fuerza, las familias salían a pasear por el paseo marítimo. Se ponía muy animado, con tenderetes de ropa hippie, sandalias, complementos y un sinfín de objetos que una vez en casa, sacados de su contexto playero, no se usaban para nada.              Sin embargo, hubo algo que Lara se llevó con ella y que duró casi un mes en su cabeza. Se trataba de un peinado a base de trencitas pegadas al cuero cabelludo que le había hecho Adaku, una de las mujeres nigerianas que ofrecían peinados para pelo afro.           Al llegar a su ciudad, lejos de la costa y del olor a playa, much

Construyendo un adulto: fotograma 3

 


        “No aceptes caramelos de extraños” le repetía su madre cada mañana al dejarla en el colegio. La mujer se ponía en cuclillas para mirar a Lara de frente a los ojos: “Si no he llegado para cuando salgas, espérame aquí fuera sin moverte y sin hablar con nadie”. Su hija oía aquella retahíla al menos cinco veces por semana. Lara no entendía por qué tenía que quedarse callada y tiesa como un poste. Pero lo que más la intrigaba era aquella obsesión que tenía su madre con la gente que ofrecía caramelos. Dado que su madre nunca le daba dinero porque decía que era demasiado pequeña ni tampoco le compraba dulces porque eran “veneno para los dientes”, su única esperanza residía en la caridad de un desconocido que le ofreciera golosinas gratis.

        Se preguntaba si era una de aquellas cosas que, como le decía su tía, entendería cuando fuera mayor. Imaginó todas las respuestas que se le negaban escondidas en los intersticios de su cerebro hasta que cumpliera los dieciocho. Entonces saldrían de su guarida y se revelarían ante ella.

        Cada mañana, frente a la cancela del colegio, Lara asentía con la cabeza mientras escuchaba las instrucciones de su madre. Y cada tarde Lara esperaba con ansia a aquel extraño de los caramelos que nunca llegaba. Toda esperanza se disipaba cuando veía a su madre al final de la calle haciendo un gesto con la mano invitando a Lara a que caminara hacia ella. Tenía la figura fibrosa de una bailarina. Era profesora de baile en una escuela privada desde hacía años y su sueño era montar su propia academia de danza cuando reuniera suficiente dinero.

        La niña caminaba calle abajo sintiendo como la rabia de la decepción implosionaba en su estómago. Aquella mujer le negaba todo y le hacía llevar vestidos ridículos que no pegaban nada con sus botas Kikers negras. A menudo andaba en silencio junto a su madre mientras miraba de reojo a los transeúntes que se cruzaban. Intentaba adivinar si alguno de ellos era el extraño de los caramelos.

—¿Cómo ha ido el cole hoy? —Su madre le preguntaba lo mismo todos los días.

—Bien —Lara contestó en un acto reflejo.

—Hija, qué callada estás hoy ¿te ha pasado algo?

—¡No! —dio un grito seco lleno de ira aún a sabiendas de su impertinencia.

        A menudo su madre se quedaba callada el resto del trayecto. Lara veía aquel silencio como un triunfo personal y un ejercicio de poder sobre su progenitora. Jamás pensó que ocho años era ser demasiado pequeña. Sabía que aprendía con rapidez las lecciones que la vida le daba, mucho más interesantes que las que le enseñaban en la escuela. Su visión del mundo no tenía nada que ver con la del resto de sus compañeros de clase, mucho más naíf y con expectativas más bajas.

        Cuando llegaron a casa Lara se sentó frente a la televisión mientras devoraba el bocadillo de queso y tomate que su madre le había preparado. Sus programas preferidos eran los de ciencia, sobre todo los especializados en genética. Lara siempre pedía libros de científicos para su cumpleaños y en Navidades. Se trataba de publicaciones muy especializadas en el campo de la ingeniería genética. Sus padres se sentían incómodos comprando aquel material para una chiquilla de su edad. Un año, para Navidades, le compraron una muñeca y un balón. Lara estaba tan furiosa que abrió un agujero en la pelota con la punta de unas tijeras e insertó el otro juguete en ella. Solo la cabeza era visible. Después escribió “gen podrido” con rotulador verde en la frente de la muñeca y dejó el engendro en el frigorífico. Sus padres no comentaron nada al respecto. Aquella semana, Lara encontró los libros que había pedido bajo la almohada.

        La pequeña estaba en la cama cuando su padre llegó de la oficina. A su madre no le gustaba que trabajara hasta tan tarde y siempre que sucedía discutían. Lara, tumbada boca arriba, sujetó la almohada contra sus orejas, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. El corazón le palpitaba con fuerza. A pesar de sus intentos para evitar oírlos, pedazos de su conversación se filtraban a través de la puerta y los tabiques.

—¡Estás paranoica! —le oyó decir a su padre.

        Se lo imaginó tocándose las sienes con sus manos enormes mientras se daba la vuelta y se servía un vaso de wiski con hielo en un gesto de desprecio hacia su madre. Aquella mujer se lo merecía por ser tan controladora con su familia.

        Su padre tenía una complexión atlética. Era un hombre alto y ancho de hombros. Con manos incluso más grande de lo que se espera en un hombre de su tamaño. Aquellas manos hacían que Lara se sintiera segura, sobre todo cuando tenía que cruzar la calle. El flujo de vehículos la ponía tan nerviosa que a menudo se encontraba al borde del llanto. Entonces su padre la cogía de la mano haciéndola desaparecer en su puño cálido. El miedo se disipaba. Y en ese instante creía poder con todo.

—¡Eres un cerdo, no te atrevas a hacerme creer que estoy loca! —la voz de su madre sonaba quebrada.

—Tú eres la que te inventas esas historias. No confías en mí. Tú eres la que te vas a cargar esta familia como sigas así.

—¡Cómo te atreves! Voy siempre con la lengua fuera, que si llevar a Lara a colegio, que si la compra, la casa, las clases. No paro. Tú, tú eres el que te vas a cargar la familia si no te andas con cuidado.

        En su cabeza, Lara podía ver a su madre con el vestido corto de tirantes señalando con el dedo a su padre y con la máscara de pestañas corrida por la humedad de los ojos.

—Anda cállate que parece que estás borracha.

        Lara sabía que su padre buscaba provocar a su madre y siempre conseguía su objetivo. Tenía la sensación de que el día que no lo lograra significaría que algo iba a cambiar para mal.

—¡El borracho eres tú! No eres capaz ni de darme una explicación creíble sobre por qué has llegado a estas horas del trabajo.

—Ya te lo he dicho antes por teléfono, un asunto de última hora.

—Me estás diciendo que si llamo a la novia de tu compañero Jorge me va a decir lo mismo. ¿Es eso? ¿Quieres que llame? ¿eh?

—¡Llama, loca! Vas a quedar en ridículo. ¡Anda llama!

        Lara escuchó desde la cama el sonido de las teclas del móvil.

—Hola Rosa, perdona que te llame tan tarde ¿Está Jorge ahí? Sí, ah…Lo mismo, sí, un imprevisto me ha dicho Santi. Vale, imagino que no tardará. Santi acaba de llegar. Bueno, Rosa gracias. Sí, hablamos mañana. Ciao.

—¿Qué te había dicho? —dijo Santi triunfal.

—Perdona Santi, no sé lo que me pasa estas últimas semanas.

—Venga, vamos. ¿Ves? No pasa nada. Al final todo arreglado.

—Lo siento mucho Santi de verdad.

—Venga vamos a la cama que estoy que me caigo de sueño.

—¿Sin cenar?

        A Lara le crispaba el carácter servil de su madre y admiraba la capacidad de manipulación de su padre.

—Naaa, no tengo mucha hambre. Voy a caer dormido en diez minutos.

Lo último que Lara oyó fueron los pasos de sus padres dirigiéndose al dormitorio al fondo del pasillo.



        Al día siguiente por la tarde, después del colegio, la niña aguardaba de nuevo impaciente al hombre de los caramelos. Sospechó que ese día tampoco iba a aparecer y fue entonces cuando Lara hizo algo inusitado. En lugar de esperar a su madre, “callada y sin moverse”, decidió ir a la tienda de caramelos que había a la vuelta de la esquina detrás del colegio. Sabía que se encontraría con dos obstáculos que salvar antes de llegar hasta allí. El primero era cruzar una calle y el segundo conseguir las golosinas sin necesidad de dinero. Estaba segura de conseguirlo. Solo tenía que estar cerca de su objeto de deseo.

        Al aproximarse al bordillo de la acera, creyó que el corazón se le iba a salir del pecho. Las manos le sudaban y empezaba a sentir que las lágrimas se le acumulaban en las cuencas de sus ojos. Un hombre alto, el hombre más alto que jamás había visto, se detuvo junto a ella. Tenía barba, y pelo grueso y grasiento hasta los hombros. Su figura era ancha y tosca. Una gran montaña que hizo que a Lara se le cortara la respiración.

—Veo que quieres cruzar ¿Es eso? ¿A dónde vas? —dijo el hombre-montaña con voz profunda.

        Lara tuvo que levantar la cabeza tanto para mirarlo a la cara que estuvo a punto de caerse de espaldas. El corazón le palpitaba ahora de manera distinta, más por excitación que por ansiedad. No podía creer que la oportunidad se le hubiera presentado incluso antes de llegar a la tienda. No iba a dejarla escapar. Estaba dispuesta a utilizar todas las artimañas que empleaba con sus padres para conseguir lo que quería.

—Voy a la tienda de chucherías de ahí enfrente, pero he perdido el dinero y me da miedo cruzar la calle sola.

—Vaya mala suerte ¿de verdad estás sola? —dijo el hombre-montaña mirando a su alrededor.

—Sí. —iba a dejarlo ahí, pero su instinto de supervivencia la hizo extender la respuesta. — Pero he quedado con una amiga en la puerta de mi colegio. He prometido darle algunas chucherías —Lara empezaba a creerse sus propias mentiras.

—Escucha, ¿Qué te parece si te ayudo a cruzar la calle y te compro yo las “chuches”? —dijo sonriendo.

—Vale. ¿Y luego me ayuda a cruzar de vuelta? —dijo Lara con una sonrisa de regocijo.

—Claro, lo que quieras. Te puedo acompañar hasta que llegue tu amiga.

—No, eso ya puedo sola, gracias —A la pequeña se le cortó la sonrisa de golpe. Pensó en su madre y en cómo debía evitar que se enterara de aquella escapada a la tienda de dulces.

—Como quieras. ¿Cruzamos? —el hombre-montaña extendió el brazo y abrió su mano.

        Era una mano gigante. Más grande que la de su padre. La abrió como una enorme planta carnívora de barro blando. Lara hundió su mano en aquella arcilla densa y húmeda. Ambos se sonrieron y Lara sintió el calor del triunfo en las mejillas.

        Cuando la niña regresó a la puerta del colegio, no había nadie esperándola. Aquello le pareció inusual. Su aventura había durado más tiempo del que su madre se tomaba para ir a recogerla. Al principio sintió alivio, pero después empezó a ponerse nerviosa al recordar que la última vez que apareció tarde fue porque había habido un pequeño incendio en la academia de baile en la que trabajaba. Llegó a retrasarse más de una hora.

        En ese momento la vio aparecer al fondo de la calle gesticulando con la mano para que se acercara. Al aproximarse, Lara notó que le pasaba algo extraño a la falda de su madre, la llevaba del revés. Lara no encontró ninguna explicación para aquel detalle y lo atribuyó a un despiste.

—Perdona, hija, he tenido que sustituir a una profesora que ha llamado a última hora diciendo que no podía venir. ¿Cómo ha ido el cole hoy?

—Bien, hoy me lo he pasado muy bien —dijo Lara sonriendo.

—No sabes lo contenta estoy de que lo hayas pasado bien. —Su madre se paró y la abrazó.

        Mantuvieron una charla animada de camino a casa. Lara le dio más pormenores acerca de las clases del día y su madre le contó historias acerca de cómo se enamoró del baile cuando era joven. La niña la miraba mientras la escuchaba y de vez en cuando se metía la mano en el bolsillo y acariciaba su botín sin poder reprimir una sonrisa ufana.


Comentarios