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Construyendo un adulto: fotograma 9 "Lo que sucedió" (parte 2 de 2)

          Trenzas de boxeadora.            Lara decidió que aquel iba a ser el peinado de moda de esa temporada estival. La idea surgió al recordar un verano que pasó con sus padres en un pueblo de la costa andaluza. En aquella época su padre todavía vivía con ella y de vez en cuando, se podían permitir una semana de vacaciones junto a la playa. Por las noches, tarde, después de cenar cuando el calor atizaba con menos fuerza, las familias salían a pasear por el paseo marítimo. Se ponía muy animado, con tenderetes de ropa hippie, sandalias, complementos y un sinfín de objetos que una vez en casa, sacados de su contexto playero, no se usaban para nada.              Sin embargo, hubo algo que Lara se llevó con ella y que duró casi un mes en su cabeza. Se trataba de un peinado a base de trencitas pegadas al cuero cabelludo que le había hecho Adaku, una de las mujeres nigerianas que ofrecían peinados para pelo afro.           Al llegar a su ciudad, lejos de la costa y del olor a playa, much

Construyendo un adulto: fotograma 4




    La abuela de Lara no había tenido la suerte de nacer en el lugar y en el tiempo de su nieta. Ambas jamás se habían conocido y Lara solo sabía de ella a través de las historias que le contaba su madre cuando era pequeña.

    Aquellas narraciones de injusticia y abuso de poder la habían indignado desde que era una niña. Solo había un relato que le encantaba escuchar. Su madre le prometió que era cierto y le juró que, gracias al desenlace de los hechos, ella tuvo la oportunidad de escapar del pueblo.

    Los domingos por la mañana era el único día de la semana en el que su madre no trabajaba en la academia de baile y podía pasar tiempo con Lara. Preparaban el desayuno juntas y se lo tomaban sentadas a la mesa del salón junto al ventanal con flores en la repisa.

    —¿Y no volviste a ver a la abuela nunca más? —dijo Lara a pesar de saber la respuesta.

    —Nunca más, así es —bebió un sorbo de café sin mirar a su hija.

    —Lo que no entiendo es cómo saliste del pueblo si eras muy pequeña —Lara removía sus cereales sin dejar de mirar a su madre.

    —Bueno, ya te lo he contado varias veces… —ese día su madre no estaba de humor para relatar penurias.

    —Ya lo sé, pero quiero que me lo cuentes otra vez —se incorporó en la silla y sacudió la cucharilla contra el borde del cuenco haciéndolo tintinear.

    Su madre bebió otro sorbo de café y le dio un bocado a su tostada de mantequilla.

    —Conseguí salir del pueblo porque nos ayudaron. Nos ayudaron a todas las niñas. Solo se quedaron las madres y entre ellas se organizaron para que la historia no se repitiera —expiró como si huera soltado un peso muerto.

    —Cuéntame otra vez que pasó cuando invadieron el pueblo —Lara se metió una cucharada de cereales en la boca y agitó con entusiasmo los pies que le colgaban de la silla.

    —Mira que te pones pesadita, pero si ya te la he contado un montón de veces —apoyó la cucharita del café en el platillo y se pasó la mano por el pelo.

    —Porfiiiii, mamiiiiii —ladeó la cabeza y aleteó las pestañas con ternura.

    Su madre sonrió.

    —Bueeeno, pero tienes que estar en silencio hasta que termine, que luego me interrumpes y ya no sé por dónde voy —dijo mirando a su hija con un falso ceño fruncido.

    Lara asintió con la cabeza. Antes de comenzar la historia, fue a hacerse otra taza de café. Después, ambas se acomodaron en los extremos opuestos del sofá.

    “El pueblo en el que yo vivía de niña era pequeño, muy pequeño, de apenas ochocientos habitantes. En aquella época, mi vida era parecida a la tuya: iba al colegio, quedaba con mis amigas, leía libros y revistas, y, en fin, todas esas cosas que hacen los chiquillos de tu edad. Mis padres, eran enfermeros en el hospital del pueblo. Era el único de la región y por eso, casi siempre, estaba lleno de gente de todas partes, no solo de los alrededores sino de otros lugares del mundo. A menudo acudían extranjeros que llevaban años asentados en el área.

    Tus abuelos eran muy sociables y entablaban amistad con pacientes y médicos. Ambos eran populares, los domingos no podíamos caminar desde la casa al restaurante cerca de la playa sin que algún vecino nos parara para charlar.

    En vacaciones, viajábamos fuera del país, y de vez en cuando nos hospedábamos en casas de conocidos de mis padres.

    Un día empezaron los rumores. Parecía ser que un enorme grupo de hombres guerrilleros estaban asaltando los pueblos de la región y apoderándose de ellos. De inmediato, comprobamos en las noticias que no se trataba de un rumor. De hecho, el número de atacantes ascendía con cada conquista y el cerco se cerraba alrededor de nuestra área. Se podía oír el ruido lejano de las bombas acercándose.

    Una noche nos alcanzaron. Entraron en todos edificios del pueblo y, cuando llegaron al nuestro, escuchamos el estruendo del derribo de las puertas y los gritos de nuestros vecinos. Se llevaban a los hombres que se negaban a unirse a su causa y violaban a las mujeres.

    No recuerdo mucho más de aquella noche. Mi madre me tapó con una manta y no salí de allí hasta que todo se hubo calmado. Creo que temblaba. Ni siquiera tengo claro durante cuánto tiempo tu abuela estuvo abrazándome antes de descubrirme la cabeza.

    Habían destrozado el piso y tu abuelo había desaparecido con ellos. Se lo habían llevado a rastras semiinconsciente, le contó mi madre a su hermana más tarde.

    Poco después de la ofensiva, los atacantes se asentaron en el poder. Casaron a las mujeres con los guerrilleros que habían devastado su mundo y las confinaron en sus propios domicilios. Solo se las permitía salir a la calle para comprar alimentos o para ir al médico; siempre bajo la supervisión de uno de los suyos.

    Ser una víctima no entraba en los planes de tu abuela; ahora recién casada con un militante del nuevo régimen. Todas las mujeres la conocían y mi madre tuvo el coraje de organizarlas. Tardaron meses en coordinarse y asegurarse de que estaban todas dispuestas a seguir el plan trazado hasta el final. De fallar una, todas sufrirían las consecuencias.

    Llegó la noche acordada, y a la hora prevista, especiaron la comida y la bebida de los hombres para hacerlos caer en un profundo sueño. Después los acuchillaron a todos al mismo tiempo, en el mismo minuto, en el mismo segundo.

    La primera en salir a la calle fue mi madre. Temerosa, bajó las escaleras del bloque y abrió la puerta principal para asomar la cabeza. Al poco, otras empezaron a hacer lo mismo hasta que se dieron cuenta de que el plan había funcionado.

    A partir de aquel evento, las mujeres decidieron unirse para reconstruir una región más fuerte y evitar que algo así volviera a suceder.

    A mí me mandaron al extranjero con unos conocidos de mis padres, tus abuelos de aquí, que se habían ofrecido a cuidarme. Todas las madres que pudieron hicieron lo mismo con sus vástagos. Ninguna de nosotros regresó, ni tuvimos más contacto con nuestro pasado de allí.”

    Lara apretaba el cojín con fuerza contra el pecho sin darse cuenta de que le sudaban las manos. Fuera cierta o no, aquella historia siempre la dejaba boquiabierta. Su madre, por el contrario, no parecía muy afectada tras el relato, quizá por haberlo contado tantas veces.

    Una vez Lara salió de su trance y dejó de hacer preguntas, recogieron el desayuno y se arreglaron para ir al parque. Allí fuera, bajo el sol y entre los árboles, era difícil imaginar que algo terrible fuera a suceder.

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